-“La uña del alacrán se agita
amenazadora al extremo de su cola enhiesta. Camina veloz bajo el sol abrasador.
A intervalos se detiene, duda, cambia de dirección, busca una sombra protectora,
continúa su rápido caminar sobre las patas, semejantes a las de un exquisito
cangrejo de río, pero el ponzoñoso apéndice curvado sobre la espalda desmiente
de inmediato la comparación”.
Andrés aparta la mirada
inquieta, asustada, de la lámina coloreada colgada por Don Serafín en la
pizarra. Observa a través de la ventana, el cadencioso y agitado vaivén de las
ramas, verdes y frescas, de las acacias. Pero no puede evitar que la voz de
rapsoda del maestro penetre en sus oídos, en su cerebro, y se mezcle con la
imagen ampliada del terrorífico y venenoso bicho.
En las dunas, cerca de la
costa, cuatro pequeñas tiendas Igloo ponen una nota de color en la escasa
vegetación. Tres de las tiendas tienen las cremalleras bajadas, pero una de ellas no y por la puerta asoma la peluda pierna de un hombre. Cerca del pie
corretea indeciso un alacrán al que llama la atención el movimiento
del dedo gordo del pie que asoma de la sandalia. El hombre descansa recostado sobre una colchoneta en el
interior. Agita los dedos con delectación y el movimiento es interpretado
como una amenaza. Con velocidad de vértigo sujeta con sus pinzas al “enemigo”
y, curvando al máximo la cola, clava la uña profundamente en el dedo. La retira
con la misma velocidad y trata de alejarse pero el hombre lanza un grito de
dolor incorporándose de súbito, se mira el dedo y descubre al arisco invitado
alejándose. En un acto reflejo recoge una bota del suelo y con la suela le propina un
golpe, no le mata pero le atonta, impidiendo que se oculte bajo la arena.
-¡Me ha mordido, me ha mordido
el escorpión!- le grita a su compañera.
-¿Estás seguro?- pregunta la
joven incorporándose junto a él.
-Y tanto, mira ahí está.
Métele en un frasco, el médico necesitará verlo. Tienes que llevarme a un
hospital, no sé qué tipo de veneno me habrá inoculado.
Han pasado años, pero Andrés
recuerda con absoluta nitidez las imágenes y las palabras del maestro sobre el
alacrán. Observa preocupado como su dedo engorda, crece. A su cerebro llegan
ondas de dolor, a cada instante más insoportable, junto con preguntas tontas
cómo:
-¿Será muy venenosa esta
especie? ¿Qué margen de tiempo tengo para ser atendido? ¿Habrá un hospital
cercano? ¿Tendrán un antídoto? ¿Cuánto tardará en afectar al corazón?
¿Paralizará mi respiración? ¿Será una muerte jodida, dolorosa y jodida, además
de estúpida?
Entre tanto la joven actúa con
celeridad y eficacia, acerca la boca del frasco de vidrio y con dos hábiles
movimientos introduce en su interior al arácnido que se oculta bajo la sal,
excepto el pérfido aguijón que muestra maligno, amenazador.
-¿Qué quieres que hagamos,
cielo? Los demás pueden tardar en volver, han bajado al rio. Habíamos quedado en
suspender los trabajos de excavación y tomarnos el día de fiesta, así que
estamos solos.
-El dolor me está matando, el
veneno se desplaza hacia el tobillo, deberíamos salir disparados y buscar un
hospital pero no sé en qué dirección, ni si dispondrán de un antídoto. Por
otra parte, conducir así no me atrevo, me afectará a la visión, a los
reflejos... qué sé yo.
-Puedo conducir yo. Pero hay que
hacerte un torniquete para impedir que avance el veneno- con un fino pañuelo de
hierbas realiza un torniquete por encima del tobillo.
-Eso no tiene sentido, cariño,
en diez minutos habrá que quitarlo, un torniquete contiene el riego sanguíneo,
puede evitar una hemorragia temporalmente, pero si no se restituye la
circulación sanguínea...
Continúan sentados sobre la
colchoneta, en el interior de la pequeña tienda. Forman pasrte de un pequeño grupo de arqueólogos procedente del vecino
país, aficionados al 4x4. Están explorando un yacimiento
arqueológico en las proximidades de las dunas, junto a la playa. Al lado de las
rumorosas y espumeantes olas, azul turquesa, del Atlántico. Durante la noche,
tal vez atraído por el calor de sus cuerpos, el escorpión penetró en la tienda
y por la mañana, al despertarse Andrés y mover el pie le asustó y, de
inmediato, clavó su dardo venenoso.
-Cariño, recuerdo que oí hablar de una solución muy eficaz. La única que tenemos a mano. Es segura y
no necesita de médicos. Se la oí contar a mi viejo profesor, según él
salvó la vida a muchas personas.
-¿De qué se trata? Si es tan
eficaz pongámoslo en práctica- apoya de inmediato la joven.
-Antiguamente no había antídotos, las mordeduras o picaduras se producían en el campo
y la única manera de salvar la vida era que una persona succionase el veneno de
la picadura, escupiéndolo de inmediato y volviendo a succionar hasta
eliminarlo. Así la cantidad absorbida por la sangre era escasa y se
contrarrestaba por el organismo. Si te parece, aprovechando que con el
torniquete no se ha expandido todavía, podrías proceder.
-Pero, cielo, si te duele tanto
el pie, y te ha paralizado los dedos ya... ¿qué le pasará a mi boquita, a mis
labios, a mi personita...? ¿Has pensado que puedo morir envenenada sin haberme
picado a mí? Tal vez si te inclinas un poco, y tiras del pie hacia arriba
llegues tú mismo, y puedas succionar la picadura, total ya estás inoculado, no
correrías más riesgo.
-Cariño, yo no puedo hacerlo, no
llego al pie, no soy una atracción de circo que se doble como si fuese de goma
y, mientras discutimos, el tiempo pasa y la cosa puede ser irreversible.
¿Puedes hacer eso por mí, cielo?
-La culpa es de la cerveza, te
gusta demasiado, y la buena mesa. Claro esa curva de la felicidad te impide
salvarte a ti mismo y tienes que pedirme a mí que arriesgue...
-A ver cariño, te lo explicaré
de otra manera: si el veneno me afecta, si el veneno paraliza mi corazón,
puedes quedarte sola, de repente, a dos mil kilómetros de casa. Sin trabajo,
con dos hipotecas, con un elevado número de facturas pendientes de pago. Y te
agrada vivir bien, y gastar sin límites. Gastos que pago yo. Como tus
tratamientos, tus caprichos, tus antojos... Te conviene ayudar a que esto quede
en un incidente, por todo lo dicho y porque me amas ¿No es cierto, mi vida?
-Claro que te amo, mi cielo-
toma una caja de toallitas húmedas y limpia el dedo y los alrededores de la
picadura, se inclina y colocando los labios como una rosada ventosa alrededor
succiona, al tiempo que presiona suavemente desde atrás con ambas manos
haciendo retroceder el veneno hacia el dedo. Retira la boca y girándose escupe
a un lado. Con una toallita limpia sus labios y lengua. Se inclina de nuevo y
reanuda la succión con el máximo interés. Andrés se retuerce de dolor, se deja
caer de espaldas tratando de soportarlo.
Le enternece observarla
inclinada, con el grueso dedo introducido en la boca, chupando una y
otra vez con delectación.
Recuerda que en ocasiones usa
ese mismo punto para ponerle a cien. No acierta a entender cómo pueden venirle
a la mente recuerdos tan... tan sensuales en una situación tan dramática. Hasta que repara en algo
absolutamente irracional, increíble. A medida que el dolor provocado por el
veneno aumenta; a medida que los latidos amenazan con romper las venas y
arterias de su pie, esos mismos latidos, esa disparatada inflamación que ha
duplicado el tamaño del dedo gordo del pie está repitiéndose en otro lugar,
entre sus muslos.
El miembro salta literalmente,
duro, encabritado como un caballo salvaje, incontenible, brutalmente enhiesto,
a punto de estallar, escapa del pequeño slip mostrándose como un monstruoso
áspid, dispuesto a atacar, a escasos centímetros del rostro de la mujer que,
aplicada con la picadura no repara en la situación, de momento.
-Cariño, tienes que soltar el
torniquete, no contiene la expansión del veneno, pero me está matando, el pie
está azul por la falta riego.
-¿Cómo sabes que no lo frena?-
responde tras escupir lo que supone últimas gotas de veneno.
-Sencillamente, porque estoy
percibiendo los efectos a mucha distancia de la picadura, mira- le muestra el
miembro azulado, tieso como una barra de acero.
-¡Ostras! Cariño, “eso” no es
tuyo, ¿qué te ha pasado? Estás... estás... mucho más grande y duro y... de lo
habitual.
-Tengo leído que podría ser un
efecto colateral del veneno, un efecto neurológico. Me temo que tendrás que
cambiar de “picadura”, ahora es más urgente rebajar la inflamación de tu
“amigo”, si sigue creciendo reventará como un globo, creo que me duele más que
la picadura del pie. La mujer observa alternativamente el dedo y el falo y,
finalmente la cara de su pareja, en la que no ve signos de lo que parece una
colosal tomadura de pelo.
-¿En serio quieres que cambie de
“dedo”? Comprenderás que a mí me agrada más ese que éste.
-Si cariño, es necesario, esto
es más urgente, intenta extraerle el “veneno”, como tú sabes, luego nos
ocuparemos de la maldita picadura.
Abandona el pie y se apodera con
decisión del portentoso cetro que parece tener vida propia en su mano. El ojo
central la observa maliciosamente. La joven se aplica con entusiasmo a la
tarea. Ensaliva totalmente el tronco desde la base hasta el enrojecido glande,
trata de absorberlo en su boca sin lograrlo, demasiado tamaño, demasiada
rigidez.
-Mi amor, esto no me cabe. ¿Qué
has hecho para duplicar su tamaño? ¡Es un milagro!- parece muy satisfecha del
anormal aspecto del miembro.
-Inténtalo, amor, tú puedes. O
recurrimos a tu otra boquita, seguro que no pondrá reparos- con dedos hábiles
tira de las braguitas de la joven, inclinada de nuevo sobre él, dejando al
descubierto las nalgas y, entre éstas el sexo, afeitado. Sus dedos impacientes
juguetean con los labios de la vulva que se abre lentamente como un girasol con
la luz del amanecer.
El miembro aumenta su dureza,
las arterias hinchadas culebrean por la superficie, las manos delicadas y
mojadas en saliva suben y bajan arrancando suspiros del paciente que, de vez en
cuando, salta hacia arriba impulsado por un invisible muelle.
-Cielo, creo que deberías subir,
colocarte sobre él y dejarte caer. No aguanto más, va a reventar- la anima a
colocarse a horcajadas sobre su pelvis al tiempo que mantiene en posición el
falo cuya descomunal cabeza se abre paso lentamente separando los gruesos
labios y adentrándose en la vagina que le recibe con un río de aromáticos geles
lubrificadores.
-Me mata de gusto tu “menhir”,
pero tengo miedo. “Esto” puede abrirme en dos, como un melón maduro- murmura
con un ronroneo de gata en celo. Se deja caer con un profundo suspiro. Las
paredes húmedas de la vagina se contraen gustosas al ser empujadas por el
tremendo ariete que se abre paso hasta lo más profundo.
Andrés sujeta los pechos que
oscilan alocadamente sobre él. La mujer cabalga con brío, olvidándose del
riesgo de ser ensartada por la poderosa lanza que la perfora una y otra vez. Se
eleva para dejarse caer de nuevo, clavándose hasta la base, sin dejar un
centímetro fuera de su voraz vagina. Sus ronroneos son ya gritos desesperados
en pos de una orgasmo demoledor, cuando lo alcanza explota como un obús. Trata
de dejarse caer desmadejada hacia delante pero la tremenda barra sigue dura e
inflexible y se lo impide.
-Creo que es el momento, ahora
podrás extraer el veneno, mi vida- obediente se deja caer de lado. La vagina
suspira de forma ruidosa al quedarse de repente vacía. Toma el miembro húmedo
entre sus manos y logra engullirlo profundamente, le dedica todo tipo de
caricias, su lengua sabia y dulce no descansa hasta que las brutales
contracciones le indican que ha llegado el momento: el “veneno” está a punto de
brotar. Con una mano sostiene los pesados testículos, llenos a rebosar, y con
la otra continúa su labor hasta que, cual explosión pirotécnica, un geiser en
forma de palmera explota, lanzando a lo alto su carga.
Momentos más tarde escuchan la
llegada de sus compañeros, se visten y tomando el frasco con el alacrán se
dirigen al coche. Cuentan lo sucedido a grandes rasgos a sus compañeros y se
alejan a la búsqueda de un médico que aporte el antídoto necesario. Ya en el
coche, mientras conduce atentamente pregunta la joven:
-Cariño ¿Nos podremos quedar con
el animalito?- utiliza su vocecita más ingenua.
-Todavía está vivo, es muy
peligroso. ¿Para qué quieres tener un bicho así, para que me pique otra vez?
Tras hacer la pregunta se
arrepiente de haberla hecho, la sonrisa pícara en el rostro de la joven le
permite adivinar la posible respuesta.
-Para nada, cielo, para nada.